Ser mamá, además de revolucionarme la vida por completo, sacó a flote una infinidad de sentimientos que creía tener controlados —o más bien, reprimidos. Salieron disparados de mi ser. Lo pienso, y lo primero que se me viene a la mente es la imagen de una olla exprés en casa de mi abuela, a punto de tener lista la comida.
Solo que en este caso no había comida… había mucho trabajo interno por hacer, del cual creemos —ilusamente— que podemos escapar.
Ser mamá me enseñó que todo puede cambiar en un segundo, y está bien.
Ser mamá me enseñó que puedo sostener mucho más de lo que creía.
Me enseñó que si quiero cambiar algo, tengo que empezar por mí.
Que debo poner límites, sí o sí.
Que soy sensible, pero no débil.
Que puedo ser increíblemente poderosa y vulnerable al mismo tiempo, y eso también está bien.
Que no puedo con todo… y no tengo que poder.
Ser mamá me enseñó a ver con otros ojos a todas las madres, y que hoy, más que nunca, mi mamá es sinónimo de admiración constante.
Ser mamá me enseñó que no necesito hacerlo perfecto para hacerlo con amor. Estoy creciendo junto a mi hijo, y eso… es hermoso.
Y si tú también sientes que la maternidad te está sacudiendo, respira: no estás sola, estás creciendo.
Lo estas haciendo bien.