Aún recuerdo cuando, muy feliz de la vida, caminaba por el pasillo de maternidad eligiendo mis pads anti escurrimiento, bolsitas para mi banco de leche, recolectores de leche materna y los más caros y hermosos extractores. Me recuerdo y me doy ternura.
Mi mamá me dio pecho. Mis abuelas dieron pecho. Todas mis tías dieron pecho. YO, OBVIAMENTE, iba a dar pecho. Soy una mujer sana, tuve un embarazo sin complicaciones, siempre me ha gustado la alimentación saludable, hago ejercicio, tomé cursos… en fin, estaba lista.
Y entonces llegó mi hermosa bebé. A la semana de su nacimiento, tenía los dos pezones destrozados, molidos, en serio, en carne viva. Y yo, con el corazón hecho pasa, no entendía qué pasaba. ¿No era lo más normal dar pecho?
Un día, mientras temblaba de dolor al alimentarla, mi bebé vomitó sangre. El susto de mi vida. Ya no sabía qué me daba más terror: si el dolor que sentía o verla vomitar sangre. Me enteré de que era MI sangre y, con el corazón roto, miré a mi esposo. Él, con ojos de súplica, me dijo: “Ya, por favor, para. Dale fórmula. Te duele demasiado.”
Fui a cursos. Tenía todo lo necesario. Consulté a una asesora de lactancia antes y después del embarazo. Me aferré. Pero no se dio. El estrés y el dolor no ayudaron a producir más leche y perdí mi primera batalla en la maternidad: LA LACTANCIA.
Me dejó una gran lección: no todo lo podemos controlar. Si no pudiste o no quisiste, sigues siendo una gran mamá. Tu bebé te necesita en paz.
Suéltalo. Lo estás haciendo muy bien.
